De 'El golem', de Borges, al 'Frankenstein' de Guillermo del Toro
El autor hace una comparación entre el director de cine y el escritor y poeta.
Por Adalberto Bolaño Sandoval
Mitificar y remitificar es una tarea humana desde lo profundo de los tiempos, fructificada desde los antiguos griegos, a los posteriores romanos, por no decir de Egipto a Mesopotamia, de la India al Indostán y el más allá del África (con mucho respeto).
Esos procesos de endiosamiento y de desmitificación los hemos atravesado de modo continuo y seguido, y, en estos tiempos, cada vez más. Aquí y allá surgen y resurgen seres, fenómenos y situaciones que nacen de idealizaciones profundas y muchas veces irracionalmente, poniendo a flor de piel una humanidad más o menos manejada, que se encuadra entre sus deseos y sus desdichas, entre sus dudas y afirmaciones, entre la armonía y la anarquía, mediante reencarnaciones deificadas.
La cultura, contradictoria aparentemente, además, nos atraviesa a más no poder en ese ejercicio de glorificación: los Michael Jackson, los cantantes coreanos del K-pop, las estrellas de cine, en fin…
Los mitos hacen parte de los imaginarios colectivos con que rellenamos nuestros vacíos, nuestras querencias y nuestros silencios más atosigantes.
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El imaginario se entiende como las imágenes que tienen los grupos sociales de sí mismos, de sus elementos culturales o de un determinado objeto o sujeto. Combinemos lo que dice el Diccionario de la Lengua Española, cuando indica que estos imaginarios constituyen esquemas simbólicos que dotan de sentido a la realidad social, desarrollando una representación mental, filtrándose sutil o extrínsecamente en las interpretaciones y hasta en los comportamientos individuales y colectivos.
De esta manera, recordemos, entre otros, cómo nos encontramos sugestionados por los mitos de Edipo y de Electra, o el de robar el fuego de los dioses (Prometeo); subir eternamente una piedra, como Sísifo; o Rómulo y Remo y la fundación de Roma, la historia de amor de Psique y Cupido.
O también, la incursión de lo kafkiano como recreación y fundamentación de lo complejo/burocrático. O también los mitos de creación de la Biblia o de Egipto, ejemplificado, uno de ellos, en la batalla entre Horus y Seth, cuando el primero busca vengar a su padre y reclamar el trono que Seth le había arrebatado –como se ha visto en todas las culturas, y que llevara a la tablas Shakeaspare.
Simbólicamente, representa la lucha entre el orden y el caos, entre la justicia y la injusticia, constituyéndose la victoria de Horus en el triunfo del orden cósmico y la restauración del equilibrio en el universo.
(Mis primeras mitificaciones llegaron a los 18 años cuando leí, casi seguidamente, 'Cien años de soledad', de García Márquez, 'Rayuela', de Cortázar, y 'Borges', de Marcos Ricardo Barnatán, una primera antología que leí del escritor argentino, y subsiguientemente, 'Antología personal', del mismo Borges.
Libros que me abrieron a las puestas de esos escritores-mitos, llegando al cielo, y del que muy pocas me he bajado de ahí. No llegué a ellos por lecturas o indicaciones de otros, pues había leído unos cuentos de Borges y Cortázar que me habían dejado patidifuso, aunque todavía no me había engrandecido García Márquez cuando empecé a leer en esos mismos días 'La mala hora' y 'La hojarasca', dejándolo para otra ocasión, aunque sus cuentos 'Un día de estos', 'Un día después de sábado' y la 'Cándida Eréndira' superaron mis expectativas.
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Esos libros fueron releídos, especialmente 'Cien años de soledad', nueve veces, como el visionado de 'El padrino'. Por muchos años fueron mis lecturas favoritas, hasta llegar a escribir sobre Borges un libro y otro sobre García Márquez, mientras en mis cátedras universitarias Cortázar representaba un insumo de gran calado analítico-literario. En fin, mitos todos estos escritores de mi vida).
Orden y caos en las coincidencias de las obras
Y es, precisamente, esa lucha entre el orden y el caos el que vamos a ver nuevamente escenificado por Guillermo del Toro en su 'Frankestein' de este año 2025, pero que fue antecedido por el poema de Jorge Luis Borges 'El golem', escrito en 1958 y publicado por primera vez en 1964, en el poemario 'El otro, el mismo'.
Como se puede colegir, estoy afirmando aparentemente incoherencias no solo temáticas sino de géneros. Cine y literatura, obviamente, pueden ir juntas, pero esta genealogía creativa, que quiero en apariencia forzar, es indudablemente incómoda.

Pero que tendría con que ver con el “Kafka y sus precursores”, del mismo Borges, donde señala coincidencias del autor checo con muy diversas fuentes.
Y en ese sentido, la relación que quiero establecer entre el título y este texto es el siguiente: el poema 'El golem', de origen borgiano, trata de la creación de un ser artificial por parte de un rabino, aunque este carece de alma y no puede hablar, tras lo cual el maestro religioso se arrepiente por haber creado un ser que no puede controlar.
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El golem constituye parte de la tradición judía, en la que un individuo es formado con barro, como Dios hizo con Adán (nombre que etimológicamente significa “hecho de barro”) y que, a partir de unas ciertas palabras mágicas, cobra vida.
En el poema, como en la tradición judía, el golem es creado mediante el Nombre Sagrado de Dios, de manera que la palabra conjuga una genealogía axiológica y artística, de modo que funda y recrea. El poema y la tradición se enlazan, pero la magia poética del argentino recrea genialmente a la vida a ese ser.
Dice así el poema: “Si (como afirma el griego en el Cratilo) /el nombre es arquetipo / de la cosa/ en las letras de 'rosa' está la rosa/ y todo el Nilo en la palabra 'Nilo'//”.
Y continúa el poema en su segunda estrofa: “Y, hecho de consonantes y vocales, / habrá un terrible Nombre, que la esencia/ cifre de Dios y que la Omnipotencia/ guarde en letras y sílabas cabales”.
La letra, la palabra es el centro fundacional. Palabra y objeto son coherentes: Nombro, luego existe: nombrar el Nilo, representa su existencia.
Crear un “otro” señala el deseo siempre constante del ser humano. Pero este sueño no podrá rebasarlo nunca en ninguno de sus sentidos. Homúnculos, los autómatas medievales, los Pinochos, representan sueños de sus sueños, como el cuento borgiano de “El inmortal”.
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Y aquí quiero empezar a conectar el poema borgiano con la obra cinematográfica de Guillermo del Toro: Nominar el golem, significa, sin embargo, conformar una sombra —o, mucho mejor, un simulacro, una pesadilla de/en vida. Por ello, el hablante lírico indica: “¿Por qué di en agregar a la infinita / Serie un símbolo más? ¿Por qué a la vana / Madeja que en lo eterno se devana, / Di otra causa, otro efecto y otra cuita?” ¿No es, lo anteriormente dicho, lo que piensa Víctor Frankestein del ser que creó y ahora reniega?
A este respecto, “ Frankenstein o el moderno prometeo”, de Mary B. Shelley, desarrolla la historia de Víctor Frankestein, quien crea una criatura a partir de cadáveres, aunque la abandona, aterrado por su aspecto.
Este ser, a quien todos dan la espalda por su horrendo aspecto, se venga de Víctor, generando el asesinato de sus seres queridos y otras situaciones también funestas, cuando Frankenstein se niega a crearle una pareja para compartir su vida eterna.
La novela representa temas como la responsabilidad del creador, los límites de la ciencia y el origen de la maldad, la identidad y el amor que se buscan y no logran encontrarse.
La sensibilidad emocional de Guillermo del Toro
Guillermo del Toro ha sido un director y productor prolífico, a lo largo de sus 60 años. Mencionemos las cintas más reconocidas como director: “Mimic”, con el la que abre su espectro fantástico, “El espinazo del diablo” (2001) y “El laberinto del fauno” (2006), realizadas en España, “Blade II” (2002), “Hellboy” (2004) y “Hellboy II, la armada dorada” (2008). Así mismo, una de sus más reconocidas, “La forma del agua” (2017), “El callejón de las almas perdidas” (2021) y “Pinocchio” (2022).

De los films más relevantes que antecedieron “Frankenstein” al del film de del Toro, se encuentran, muy lejana en el tiempo, la de James Whale (1931), interpretado por Boris Karloff, transformándose el monstruo en un ícono muy conocido por los espectadores, por su movimientos torpes y gran cabeza plana, la fea cicatriz en la frente y tornillos en su cuello, cuya imitación la llevaron a cabo en la televisión, más tarde, con “Los munsters”, en las consabidas parodias hollywoodenses.
La segunda y más reconocida versión fue la de Kenneth Branagh (1994), quien propio de esta gran actor y director shakespariano, propuso una buena adaptación, respetando en mucho la obra de Mary Shelly. Robert de Niro eleva al monstruo a una superlativa visión y creación, con giros y aportes dramáticos contemporáneos, propio de este actor.
Los seres híbridos y humanizados los había logrado el director mexicano desde “El laberinto del fauno” y “La forma del agua”.
Se trata, ya no del “horror vacui”, del terror al vacío que producen esos seres poderosamente negativos, seres de espanto, sino seres que encarnan las dualidades: lo aparente brutal, pero tras ella revelan la fragilidad, que físicamente producen miedo, pero por manes de los abusos, y que, además provienen de la inocencia, tras mostrar una inicial resistencia al humano, y que, finalmente, caídas lasmales señales, demuestran su majestuosa fragilidad.
Todos estos seres reflejan a un del Toro que nos entrega criaturas vulnerables, cuya complejidad se va acentuando a medida que van conociendo a una “otra”, a un “otro”, una mujer generalmente, en la que ven una compañera también compleja, como el Fauno ve a la niña y en “La forma del agua” este ser profundiza y enamora a la señora del servicio.
El “otro” y la “otra” son los desplazados de la sociedad. El Fauno no representa una guía hacia el infierno sino hacia el amparo y la solidaridad de la niña.
En la revista “Esquire” resumen cómo cada uno de estos personajes representan, en el caso de Hellboy, un “híbrido acuático intelectual”, los fantasmas de “El espinazo del diablo” como “apariciones creadas para transmitir dolor, no susto”, trasladando así figuras con “sensibilidad emocional”.

La versión sensible de “Frankenstein” de del Toro choca con la versión bastante patética de Kenneth Branagh. Según el crítico Roger Ebert, esta es un “melodrama escabroso, se excede”.
No sé si igual sucede con la del director mexicano. El Ser que vemos a mitad de la película, logrado, creado por Frankenstein, es el que nos muestra Borges en su poema: “El simulacro alzó los soñolientos /párpados y vio formas y colores / que no entendió, perdidos en rumores / y ensayó temerosos movimientos”.
Esa figura del director, sin embargo, va creciendo con el drama. Tiene los problemas de identidad que señalamos arriba: ¿quién, qué soy? Primero son las preguntas de un “otro”. Pero, como en la novela de Shelley, en la segunda parte de la película, conocemos la voz del ser. Conocemos, entonces, la, su explicación.
El ejercicio del del Toro es el de la humanización: también ese “otro” tiene su voz. Acaso estas cintas del director nos confrontan con “la” narración de la otra, de la verdadera verdad: “somos las criaturas que contamos la verdad”, lo oculto, lo aparentemente inexpugnable. No somos los sueños de los otros: somos la verdad encarnada.
Cuando la Figura, cuando el otro ser frankestiano se sabe en el mundo, como el poema borgiano, se descubre, se reconoce “como ser en el mundo”, de manera que “Gradualmente se vio (como nosotros) / aprisionado en esta red sonora / de Antes, Después, Ayer, Mientras, Ahora, / Derecha, Izquierda, Yo, Tú, Aquellos, Otros”.
Son los aprendizajes del ser humano, también, pero que aprende poco a poco. Solo que el golem no tiene voz. No tiene sentidos. He ahí la diferencia: el golem es un homúnculo, un reflejo incompleto: “El rabí lo miraba con ternura / y con algún horror. '¿Cómo' (se dijo) / 'pude engendrar este penoso hijo / y la inacción dejé, que es la cordura?'”
Hay algo más: Guillermo del Toro busca darle mayor credibilidad humana a su ser, aportándole una triple imponencia: a su figura, a su estatura, pero también, ya no a la fea fealdad, sino a su belleza, porque ya no tiene cicatrices, sino tallas, marcas del perdón –de Víctor Frankenstein, del director del Toro.
El cuerpo representa una coreografía del perdón, personificando el poder y la imponencia del presente y de la eternidad. Pero, sobre todo: el habla, la conciencia, el uso del pensamiento. La labor de del Toro se cierra: se realiza la completa hominización de sus seres.
Digamos finalmente: “Frankenstein” no es una obra maestra, pero sí brillante. Muestra las costuras del ser humano: su dualidad, sus contradicciones y fallas, sus delirios y necesidades, en tanto “El golem” de Borges, lo no realizable, las derrotas de esa figura desfigurada, pero la felicidad del poema escrito con amor, como la película de del Toro. Se trata de agregar unos bellos símbolos más al universo.